Video poema

Mar Mediterráneo. Aguas de la playa del Cavanna en La Manga. Cartagena.

Texto, voz y video: María Jesús Galindo Bollaín

La confesión

Cementerio de Nuestro Padre Jesús. Espinardo, Murcia.

Tomás se arrodilla ante la lápida. “Amigo, perdóname. Me siento tan miserable. La verdad es que he venido buscando a Laura porque quiero contárselo todo. Llámalo egoísmo, pero no puedo más”, susurra. El anciano apoya sus manos huesudas en el suelo para levantarse. Le tiemblan las piernas.

Es entonces cuando descubre a Laura, quien situada a su espalda lo observa en silencio. A sus pies, tiene un cubo con tierra y una botella de agua. Ha debido de plantar más flores en la tumba de Violeta. Tomás la mira confundido. Teme que lo haya oído. Hoy se cumplen cuatro décadas del accidente. Su esposa Violeta y Jaime, su mejor amigo, murieron en el acto.

—Papá, ¿qué haces aquí? Dijiste que nunca vendrías —, le dice sorprendida. Se acerca para abrazarlo y le da un beso lleno de ternura.

—Hija querida.

—Prometiste que jamás perdonarías a Jaime. Decías que él tuvo la culpa de que perdiéramos a mamá. ¿Por qué has venido?

—Laura, ya es hora de que sepas la verdad. He venido por ti, aunque temo que ésta será la última vez que estemos juntos …—, su voz se quiebra.

—No me asustes papá. Dime qué tienes por Dios—, le coge las manos.

La pareja se dirige a un banco. Solo se escucha la respiración entrecortada del viejo, de vez en cuando acompañada por el canto de un mirlo, que pasea junto a la hilera de cipreses. La tarde muere hacia el ocaso. Laura no se atreve a mirarlo. Es la primera vez que lo ve temblar y tiene miedo. Era muy niña entonces, pero se acuerda de Jaime. Él y su padre eran como Zipi y Zape. Jaime estuvo presente en los días más felices de su infancia y claro que lo echa de menos. Su madre y Jaime se fueron juntos. Ella conducía el coche.

—Cariño, tienes que saber que yo adoraba a tu madre. La quería con locura. Siempre estuve enamorado de ella, pero ella … Violeta nunca me quiso, la mira con amargura.

—¿De qué estás hablando papá? Mamá y tú os queríais—, tartamudea.

—Alma cándida—, se acongoja. El anciano no termina la frase. Sus pensamientos parecen ensombrecidos. Suspira y, justo cuando Laura va a preguntarle, retoma la conversación.

—Era verano. Estábamos de vacaciones y Jaime se quedaba a dormir conmigo. Una noche, me desperté sobresaltado por una pesadilla. Jaime no estaba en su cama. Bajé la escalera y entonces la vi. Violeta salió al jardín. La seguí hasta el establo y, no pude contenerme. Allí estaban los dos besándose …

—¿Qué dices papá?, ¿es una broma? Mamá y Jaime ¿fueron novios?

—No duró mucho. Yo no lo permití—, agita la cabeza. Tomás se levanta del banco nervioso como si quisiera huir, pero vuelve a sentarse. Su tez es cada vez más pálida. Tiene las pupilas dilatadas y los ojos vidriosos.

—Desde aquella noche solo podía pensar en Violeta. Los veía abrazados en mi mente y me cegaba la ira. A los pocos días, entré en el dormitorio de tu madre cuando dormía. Yo estaba muy ebrio. Bebía a todas horas desde que los pillé en el establo. Ya no lo soportaba más. Jaime siempre había sido el más guapo, el más listo, el mejor hijo, pero …—, se queda mudo. Las manos le sudan. Siente la ira de Laura clavada en él. Tomás tiene miedo,

—Ella tenía que ser mía. No iba a consentir que Jaime me la arrebatara. Ya se había licenciado con honores en Medicina y tenía locas a todas las chicas. Mis padres lo adoraban y yo lo odiaba.

—Tú te oyes. ¿Acaso eres consciente de lo que estás diciendo?—, le grita  alterada al descubrir una cara de su padre que desconoce.

—Déjame terminar querida. Llevo años con esta culpa y necesito que me perdones—, dice rehuyéndole ahora la mirada.

—Papá, ¿qué tienes? Vamos al hospital. No quiero escuchar más. Ven—, le coge de un brazo. Está abatida, pero su padre es lo único que tiene.

—No cariño. He llevado conmigo este secreto, pero no quiero irme con el a la tumba. Sí, esa es la verdad. Yo tenía celos de Jaime. Tu madre se casó conmigo al quedarse embarazada, pero jamás me amó como lo quería a él —Tomás sigue sentado en el banco. Laura se levanta agitada, incapaz de asimilar lo que acaba de oír. El dolor y el odio se dan cita en su cuerpo.

—Papá si ella te perdonó, yo no voy a juzgarte. Estate tranquilo y bebe. No te sofoques más quieres—, le acerca la botella de agua. Laura se recompone y mantiene la templanza.

—Todo ocurrió por mi culpa. Solo quería deshacerme de él. Yo truqué … los frenos del coche y los dos murieron. Perdí a mi Violeta.

Por fin, Tomás levanta la cabeza para mirarla, pero Laura se aparta dejándolo solo en el banco y empieza a caminar hacia la salida del camposanto como un alma en pena. El anciano rompe a llorar consciente de que hoy ha vuelto a matar. Esta vez a su hija.

Muchacha de Dalí

Muchacha en la venta de Salvador Dalí. Copia de Pilar León de Miras
(1914-2006). Cartagena.

Muchacha de Dalí

dentro de tu cuadro

me asomo junto a tí

y me pillo un catarro.

Con el azul de tu vestido

me invitas a ese mar

que siempre está colorido

y listo para embarcar.

Si el pintor supiera

lo que me provoca

antes me hubiera

llamado loca.

Felipe El Negro

No sentía el calor de la lámpara de los interrogatorios en su testa, pero adivinaba unos ojos ocultos y atentos a sus movimientos. Todavía aturdido, no terminaba de recordar cómo había llegado hasta allí. Tenía la cabeza como una olla a presión. Seguramente aquel sería un madero hijo de puta que lo había pillado desprevenido. La estancia era lo más parecido a un zulo, como esos que se gastan los terroristas en los secuestros. En estas andaba cuando sin previo aviso, se abrió una puerta y una desagradable voz masculina -algo ronca-, sacudió sus sentidos:

—¡Qué, canalla! ¿Quieres candela?

 Alzó la vista y tropezó con la cara del tipejo en cuestión, una mole que pesaría más de cien kilos lo miraba con los ojos inyectados en sangre. El hombre debía sumar unas cuarenta primaveras, pero su voz le olía a rabia contenida. Lo observaba relamerse mientras sacaba a pasear la lengua entre sus colmillos como un perro. Tenía la misma pinta que esos canes adiestrados para matarse en peleas clandestinas, donde las voces jaleantes se funden con el sudor y las apuestas. La violencia se podía palpar en el tono de aquel sujeto. Dejó correr el silencio y, pasados unos segundos, contestó con lentitud:

—Conozco mis derechos.

Nada más oír su respuesta, aquella bestia se abalanzó sobre Felipe El Negro alzando su mano en un puño, que acabó contra la pared de la cueva por la fuerza del envite. El gitano, que se había agachado para evadir el golpe, ni se inmuto. Por el contrario, sonrió para sus adentros al observar por el rabillo del ojo, como su oponente hacía lo imposible por disfrazar el dolor del puñetazo todavía tierno. Le pareció que la vena del cuello iba a explotarle de un momento a otro.

—Lo dejaste hecho un colador. Murió desangrándose como un cerdo por los pinchazos de tu navaja. ¡So animal!—,le gritó agarrándolo con fuerza por el pelo.

La punzada del tirón en su sien le impedía urdir cualquier estrategia. Una cuchillada de frío le rebanó de repente las rodillas al caer al suelo arrastrado por aquel saco de grasa. Ya fuera del agujero, lo dejó libre antes de patearle el trasero con unas botas negras con las punteras rematadas en metal. Aquel payo debía calzar un cuarenta y siete, a juzgar por el tamaño de la tunda de palos que estaba recibiendo.

Al echar un vistazo a su alrededor, observó que el corredor moría en un patio ajardinado. Fue entonces cuando se percató de que aquel púgil no era de la pasma. Un hormigueo atravesó su espalda al reconocer el claustro del convento. Después, un sudor helado atizó su nuca al descubrir los ojos de su antiguo verdugo en aquella fiera. Ya no había lugar a dudas. Era uno de los bastardos del proxeneta del pueblo. Tenía la misma mirada que, noche tras noche, se repetía en sus pesadillas. 

—Hazlo rápido. Acaba con este hijo de perra—, oyó decir a una vieja, cuya voz le resultó inconfundible. Era la madre abadesa, con ese tono siniestro, que permanecía alojado en su mente desde la infancia. La reverenda no era más que una ramera, una concubina más del cura, quien hacía horas que estaría asándose en el infierno.

Felipe El Negro se sentía acorralado. Estaba en manos de otro sádico, que lo había atrapado como a un conejo cuando huía campo a través, tras liquidar a ese hijo de Satán  en la plaza del pueblo. El pánico se apoderó de su alma sabedora de su destino. No en vano lo habían criado aquellas monjas, beatas de galería, expertas en hacer tragedias y dramas con vidas ajenas.

En cuestión de segundos volvió a sentir el peso del clérigo, que desprovisto de su alzacuellos, se restregaba contra su cuerpo. Una humedad le caló los pantalones. Conocía esa sensación. Era miedo, el mismo que sobrecogía sus carnes durante los años en que aquel hijo de perra mancilló su inocencia, antes de ser adoptado por un matrimonio de clase media.

Su mente regresó a los muros de aquella construcción religiosa, hecha de lamentos, de mártires en manos de la crueldad de unas bestias, que se amparaban bajo el manto de la Iglesia. El persistente sonido de una sirena, que parecía estar cada vez más cerca, lo sacó de su ensimismamiento. Con la garganta seca y las manos sudorosas, el gitano veía su final más próximo.

Justo cuando vio la hoja de un cuchillo camino de su yugular, se escuchó una retahíla de disparos al aire.

—¡Policía, manos arriba!—, distinguió la voz del Comisario, quien dirigiéndose al gitano le espetó: — Negro, esta vez sí acabas en la trena. Una lástima. Si hubiésemos llegado a tiempo sería el cura el que moriría entre rejas.

Mi mar

Aguas del Mediterráneo. La Manga, Cartagena.

Te he visto hecho un plato, manso y tierno

he sentido tu canto como palo de lluvia,

con tu espuma a la guitarra.

Me he perdido en tus azules

he arribado en tu isla esmeralda,

me he bañado en tus aguas.

Inmortal e infinito te pierdes en mi horizonte

me colmas de paz, me calmas el alma,

adormeces mi espíritu, frenas mis ansias.

Aquí y ahora, ayer y mañana

te descubres ante mí

cuando estoy en marejada.

En calas, puertos y playas

el Mediterráneo permanece

presto a mi llamada.

Tu mirada reviste mis alas,

y la brisa de tus olas

alimenta mi llama.

Alma en las raíces

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Ramas de un ficus sobre un banco en Los Juncos. Cartagena.

Una cohorte de hormigas sortea mis raíces. Despojadas del verde de su ornamento, las lianas se desprenden de mis ramas en busca de tierra. Son adventicias como mi afán de supervivencia, esa energía que me ata a la materia.

Hoy un dron araña mi corteza. Tengo nostalgia del peso de aquellas bolas de goma golpeándome el tronco. Esos dulces seres diminutos ya no escalan mi esqueleto, ni se refugian en el aura mántrico de mi copa. Ahora pasan horas ajenos al mundanal, ciegos ante la estética de la madre naturaleza. Absortos en la estulticia de esa tela de araña que los atrapa: internet.

Los amantes ya no pellizcan mi carne con sus letras, no exentas de alma, vida, experiencia … He combatido cientos de plagas. He salido indemne de tantas hogueras. Ni el hormigón ni el acero pudieron conmigo. Solitario permanezco en el mismo parterre, antes de piedra y hoy de metal oxidado.

Su terracota mimetiza con la arcilla del terreno. Lo vanguardista del paisaje urbano, en pugna perenne con el aura lorquiana de la naturaleza; inalterable en mis hojas, supervivientes al devenir del tiempo.

Centenario, roído por la lluvia, horadado por el viento, mi silueta se eleva por encima de áticos, azoteas sorteando miles de antenas. Sucedáneos a mi alrededor en ataúdes; en palmas y ramas de olivo; en tirachinas improvisados con cuerdas. Retazos de vidas humanas tallados en lascas, todos descansan en el mismo espacio, hijos de la misma herencia.

Temo el día en que una forma humana, provista de cuerdas y escaleras, se encarame frente a mí para podarme la melena. Y desnudo, sin el manto que envuelve mi savia, yazca en un sueño de fuego con hebras de hilos como telares, cautivo de esa red que libre supera el espacio y no entiende de tiempos.

Aunque a juzgar por mi longeva apariencia, ese miedo no es más que un fuego fatuo en lo inhóspito, reflejo de esas vidas que atesora el ámbar de mi experiencia, tuneado a gris ceniza de madera sabia, con alma, añeja …

Respeto

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Agua en una playa de Calblanque. Cartagena

Dicen ahora que peino canas. Alojado entre las líneas de diferentes caras, envuelto en la materia. Trozo de carne que, en la jerga de andar por casa, llaman jeta. Rostro, en sentido dieciochesco.

Semblante, facciones, todo en tropel y ninguno es auténtico. Chispa inmortal, suerte, causa de envidia, sangre, muerte y vacío …

Tu voz como el maná del olimpo, vestida en océanos de calma. Éxodo interminable, tuareg en vidas errantes, perdida en recovecos, atesorados a la sombra de lo eterno.

Frescor de la mirada salvaje, salpimentada en largos silencios. El color de tus olas como serenidad a la deriva del tiempo; pintada de color a hoja seca, lustrada por el resplandor de la arena, aromatizada en sueños.

Perdido en almas aisladas como ese muñeco huérfano de amor. Inteligencia marchita en coqueteos quijotescos. Arcoíris de luz, manantial en ramas, suerte en movimiento. Energía, aura, respeto…

Madre

Buganvillas. Cartagena.

Ese abrazo eterno

abierto de par en par para mí.

Siento tu esencia en el aire cuando mi mente está contigo.

Dulce y amarga a la vez.

Fiera y cachorro.

Tu sangre en mis venas. Tus palabras resuenan en mis oídos cuando busco el consejo altruista, esa preciada respuesta del alma.

Doctora o humilde.

Fregona, mujer y, sobre todo, humana.

La otra rana del Tormes

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Fachada principal de la Universidad de Salamanca. Patio de Escuelas.

Llevaba al menos un mes con el flamante manual de Derecho Romano cosido al sobaco. Lo siguiente era la convocatoria de gracia previa a su expulsión de la facultad. Solo pensarlo le producía urticaria.

Las horas se disipaban con irreverencia conforme la fecha se aproximaba. En su mesa no cabía un alfiler. Se ausentó de plateas y butacas. La calle ni la olía. Ignoró los cafés, las partidas de mus, el trivial y la caja tonta. Cinco horas le bastaban para dormir. Aquellas luces exultantes como intermitentes no le daban tregua en cuanto el sol hacía su aparición en la meseta castellana.

Centenares de palabras escritas en la lengua de Homero golpeaban su mente como artilleros listos para el examen oral. Óscar lo llamó para avisarle de que podía examinarse quince días después. Prolongar su viacrucis hacia el patíbulo resultaba tentador, aunque también le olía a cadena perpetua.

Los dolores de cabeza mantenían su cráneo asediado.  Aceptó a regañadientes la propuesta de Óscar, a quien solo le faltó arrastrarlo de cabeza hacia Fonseca. “Es el único modo de salir de ese infierno”, le dijo.

En el pasillo, que conducía al aula Magna de la antigua sede de Medicina, yacían los cadáveres de las primeras víctimas del polémico profesor. Aquello le pareció la Crónica de una muerte anunciada. Javier lo atravesó en silencio sin despegarse de Óscar, al que seguía como una lapa. Le había pedido que lo acompañase porque necesitaba su apoyo en su bis a bis con Don Pelayo.

El catedrático, quien iba camino del medio siglo, le echó una visual de forma tan sutil que Javier se sintió aún más diminuto al atravesar el ángulo, que separaba la puerta de la tarima donde lo aguardaba su verdugo.

Contestó las dos primeras preguntas como un autómata. El silencio entró en escena a la tercera. Javier no tenía ni pajorera idea de qué le preguntaba, pero a buen seguro que de

la pregunta de marras se incluía en alguno de los tres temas que se había saltado. Echó mano a sus dotes de interpretación para que pareciera un lapsus de memoria. Don Pelayo quiso entrar en su juego y le dijo:

—Ya tienes el aprobado. ¿Quieres ir a por nota?—.

Aquellas palabras fueron música celestial para sus oídos.

—Aprobar ya me parece bien—, le contestó lo más ligero que pudo no fuera a cambiar de idea.

Un sudor frío recorrió su espalda cuando salió de aquel agujero. Óscar aguardaba al otro lado de la puerta. Al abandonar el edificio situado junto al campo de San Francisco, Javier se sentía pletórico, dispuesto a comerse el mundo a mordiscos si hacía falta.

— Prueba superada. Salgamos de aquí cuanto antes ¡Me siento ligero como una pluma!—, increpó a Óscar a carcajadas preso de excitación. —Vamos al cine. Te invito—, agregó mientras enfilaba camino de los multicines sin darle tiempo a reaccionar.

Dos horas después escuchó la voz de Óscar en su oreja:

—Javier, la película ya ha terminado. Despierta—.

Desconcertado aún se levantó mientras abría la boca de par en par. Aunque su estreno en la temporada de exámenes, se merecía una ola como una catedral, tenía poco tiempo para festejar su triunfo porque el próximo oral estaba a la vuelta de la esquina.

Aprovecharon la ocasión para tumbarse sobre la hierba en el Fluvial. Eso sí, antes hicieron una parada técnica en un banco de arenisca de la plaza de Anaya. Entre risas, acordes de guitarras, siestas a la intemperie y litronas bebidas a morro, los jóvenes mataban el tiempo convencidos de que podrían estirar la noche como un chicle.

No recordaba cómo llegó a la cama ni a qué hora se puso en posición horizontal. Sin embargo, jamás olvidaría aquella mañana en la que, sin pensárselo dos veces, agarró aquel juguete ortopédico y lo estampó al vacío. Había soportado el soniquete de aquel artilugio durante los últimos treinta días y ya era hora de cobrarse venganza.

Al día siguiente, un compañero le preguntó mientras desayunaban: «No escucho tu rana»—.

— La rana a deshojarse al patio de Escuelas. ¡A hacerle compañía a Fray Luis!

«No ha sido un acto premeditado. Mi subconsciente me ha traicionado», le aseguró a Pura, cuando la que entonces era su novia, lo sorprendió con una vaca, empeñada en despertarlo a mugidos.

—Tienen varios modelos. Este año tendrás la granja al completo—.

La epopeya volvió a repetirse, aunque jamás nadie entonó los maitines con la insistencia del insolente renacuajo. Tenía los ojos a medio camino entre la sangre y el fuego. Eran los más parecido a las sirenas de los vehículos de emergencia. Sus cuencas se encendían como los coches patrulla de la Benemérita en plena persecución.

Pablo y María

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Faro de Navidad. Muelle de la Curra en Cartagena.

María entró deprisa en el piso. A los pocos minutos, la corriente abría una brecha en aquella atmósfera enmohecida por la monotonía. No le tenía miedo, pese a que fuera un extraño. A su lado olvidaba aquella barcaza maldita y los días escondida en la vieja casona.

Él la había encontrado por casualidad. Setenta y dos horas después de que aquel fanático abriese la frontera alentado por su ego. Al principio, Pablo no mostró interés en ayudarla, pero cuando le ofreció una habitación a cambio de que asumiera las tareas de la casa, María le siguió como un perro. La madrugada se alío con la extraña pareja, que se introdujo en el portal a escondidas. Ella era una ilegal sin papeles, sin más documentación que su cuerpo deshidratado y él, un arquitecto con una pila de facturas acumuladas en el buzón; y diez mil seguidores en Instagram, entusiasmados con sus fotografías.

La primera noche la joven apenas habló el poco castellano que sabía. Afortunadamente porque lo destrozaba al pronunciarlo. Pablo le puso un plato de sopa caliente en la mesa de la cocina y le señaló una habitación al fondo del pasillo. Las horas a la intemperie hasta alcanzar la playa del Tarajal habían dañado su vista. Tenía los músculos contraídos de hacerlos pequeños para acomodarse al hueco en el que viajó más de nueve horas, junto a decenas de compatriotas exorcizados por el maná del viejo continente.

Habían transcurrido varias semanas. María se había hecho a la casa, al barrio y hasta a la lengua, que aprendía a golpe de tertulias. Se acostumbró a escucharlas desde la primera noche, cuando él le dio una radio viendo que no conciliaba el sueño. Sus vecinos no podían sospechar de él, así que la chica abandonaba a hurtadillas la vivienda situada en el tercer piso de un barrio anónimo en la Ceuta profunda. Aquellas calles no las pateaban los turistas. Ni falta que hacía. A Pablo le gustaba el olor que rezumaban los muros de las callejuelas empedradas.

Cuando la tuvo al alcance de los ojos, descubrió que María, su verdadero nombre era impronunciable, se había cortado el pelo como un chico y ensayaba muecas de enfado ante el espejo del recibidor. Ella se sobrecogió al ser descubierta y bajó la mirada hacia el suelo. Pablo empezó a reírse al comprobar lo rara que era esa hija de Alá. Le parecía un ser de otro planeta por su comportamiento, extraño en una muchacha que aún no había cumplido los dieciocho.

Y es que María era un niño encerrado en un cuerpo de mujer, aunque aún ambos lo ignoraban. Ella se convirtió en sus manos, y también en su cabeza. Él era lo más parecido a la declaración de los derechos humanos con patas, y no porque se hubiese colado por aquella niña, que eso vino después, sino por la bondad de su alma.

Pablo no es que fuera un santo, pero no sabía hacer el mal, una actitud universal del alma divina que todos traemos en la mochila de la cigüeña. Así ambos encajaron al unísono porque, aunque no usaban las mismas palabras, sí compartían ese sentimiento de armonía con el otro. No había otro remedio. Ella era lo más parecido a una cotorra, al menos eso pensaba Pablo, hasta el día en que recogió sus pertenencias y se fue sin decirle adiós. Esas veinticuatro horas fueron eternas para él, en el instante en que se dio cuenta de que solo hablaba con María. Para entonces, ya se había transformado en Mario y apenas quedaban vestigios de ella en su cuerpo.

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